Debe haber sido por ahí de 1980, yo tendría unos 11 años de edad cuando en casa de mi tía Cata me encontré sobre el depósito del baño una revista de esas que se imprimían por millares y se distribuían en no recuerdo cuántos países. Y aún lo hacen. Yo las conocía como “Selecciones” y a duras penas podía pronunciar el resto, que era algo así como “readersdijest”. A mi papá le gustaban, yo sólo leía los chistes y las “Citas citables” y eso porque en aquellos tiempos no había mucho qué leer en el baño.
El caso es que ojeando la famosa revista me encuentro un artículo que decía “En el año 2000 las pinturas se harán por computadora”. Para entonces yo a duras penas dibujaba un Benito Juárez y eso porque que me lo pedían de tarea. No era ni de cerca un artista que trabajara alguna técnica, ni pensaba serlo, sólo sabía que me gustaba dibujar naves espaciales y luchadores con una pluma Bic porque me era súmamente fácil y divertido. Nadie me lo enseñó, nadie nunca me dijo cómo, sólo sabía hacerlo y ya. Aún así, y la verdad no sé por qué, el encabezado me marcó. Me pareció absurdo, incluso ahora que escribo esto me cuesta trabajo describir el sentimiento, pero recuerdo haber pensado casi sin pensarlo “¡claro que no!”.
¿Cómo podría yo -o cualqiuiér otro- “pintar” en o con una computadora?, ¿cómo ese aparato prácticamente desconocido que parecía más de la era espacial -que por cierto también se esperaba para el lejano año 2000- podría crear algo como una pintura?. Absurdo por decir lo menos. Incluso triste. Creo que hasta me enojé.
Las computadoras a las que yo hubiera podido hacer referencia entonces eran las que salían en las películas en blanco y negro de El Santo los sábados, con botones y focos que prendían y apagaban, emitían sonidos raros y trabajaban extrañamente como por arte de magía. Ninguno entendíamos cómo El Santo podía ver algo que pasaba en un lugar lejano y además supuestamente secreto sin contar con cámaras que estuvieran colocadas en la guarida del Doctor Muerte, pero lo veía y hasta escuchaba lo que ahí acontecía. Sabía todos sus maléficos planes. Fascinante si nos ponemos a pensar que la internet no existía ni en la mente del más aventurado escritor de ciencia-ficción, mucho menos la tecnología de los teléfonos celulares que usaba el enmascarado de plata para comunicarse mediante un reloj de pulsera con Blue Demon en una época en que los autos apenas y venían equipados con tres velocidades y radio AM.
Desde luego, ninguno de nosotros teníamos una computadora en casa. No era nuestro tiempo en la historia.
Pero pasó. Muy a mi pesar, pasó. Llego el día en el que también yo “pinté” por computadora, incluso antes del tan esperado año 2000. Y aún lo hago.
Tal vez nada de esto sucedió como yo lo visualicé entonces: artistas usando tecnología espacial vestidos con trajes de color plata sobre lienzos flotando en el aire, creando imágenes hiperrealistas a placer sin el menor esfuerzo.
Pasó porque tenía que pasar. Porque no se puede estar al margen de los adelantos tecnológicos por mucho tiempo. Pasó eso y más. Llegó el día en que las cámaras fotográficas no necesitaron más de una película de 35mm para tomar fotos y luego llevarlos al revelado express de una hora, o el día en que los teléfonos no usaron más un disco con 10 agujeros para marcar a casa de mi tia Cata, vamos, ni siquiera necesitaban de estar conectados a la pared por un cable. Increíblemente, El Santo y James Bond tenían razón.
Afortunadamente cuando todo eso pasó yo ya no era ese chaval de 6to de primaria que entendía el futuro al estilo de “Los Supersónicos”. Ya dibujaba por el gusto de dibujar, pintaba porque quería pintar, usaba el óleo porque era más difícil que el acrílico y fabricaba mis propios lienzos porque no tenía dinero para comprarlos nuevos en la tienda de arte.
Para entonces yo ya entendía el concepto “Arte” y desde siempre he sido uno de sus más acérrimos defensores. Era incapáz de llamarme a mí mismo “artista”, no había logrado nada, no había hecho nada, no había publicado nada aún. No era el pintor que trabajaba 12 horas diarias en un estudio lleno de obras como los maestros Impresionistas que me influenciaron en el inicio de mi carrera. El término me quedaba y me sigue quedando grande. Yo sólo estaba convencido de que si iba a ser artista, lo sería “como Dios manda”, no por computadora.
Por eso me indigné aquel día ahí sentado en el baño de mi tia Cata, porque aún sin entenderlo, me parecía que esas pinturas de Rembrandt o de Tiepolo que veía en los libros de mi papá no podían ser reproducidas por un ordenador con focos y botones que prendían y apagaban. Incluso para mí aquello era algo inconcebible.
Algo es seguro: quien lo haya escrito en aquella revista ciertamente lo vió venir. La tecnología nos rebasó a muchos hace ya un buen rato. No deja de sorprendernos cada vez que vemos una película animada con efectos especiales que no logramos entender qué tipo de brujería hace todo eso y la comparamos con aquellas que veíamos de niños con dibujos hechos a mano sobre fondos acuareleados dignos de cualquiér museo.
Pero un teclado no te mancha los dedos con óleo. Lo que la tecnología no pudo fue precisamente eso, superar la calidad del artista que usa un lápiz para bocetar, un tubo de pintura y un pincel para colorear y un papel o un lienzo para plasmarlo. La máquina lo emula, lo simula tal vez, pero no lo iguala. Por muy avanzada que ésta sea, no va a igualar jamás la textura, ese pequeño surco que deja el lápiz sobre el papel, ese borde que hace el pincel sobre el lienzo cuando se presiona un poco, y luego deja esfumados cada uno de los cabellos de la brocha cuando se levanta de la tela. Ese único brochazo es irrepetible, ya no digamos la obra entera. Así de simple. No se puede replicar. Para apreciarlos hace falta primero haberlos hecho alguna vez y luego acercarse y observarlos a 10 centímetros de uno para entender de lo que estoy hablando. Se resecan, los más antiguos se craquelan, pero incluso 500 años después siguen ahí, aún se pueden ver y sentir antes de que el guardia del museo venga y te eche del lugar por tocar una pintura invaluable.
Entonces para mí, a treinta años vista, la tecnología sólo logró acercarse lo suficiente para emular al arte, pero el arte triunfó.
Seguimos pintando, seguimos usando pinceles y lienzos hechos y preparados a mano, cinceles, espátulas, carboncillos y hasta las manos para crear cosas irrepetibles. Algunas se quedarán por ahí -como en mi caso- guardadas en algún cajón, pero muchas seguramente terminarán en algún museo o en alguna galería, y seguiremos pagando entradas para verlas y admirarlas, y seguiremos maravillándonos y asombrándonos y preguntándonos cómo, cómo demonios logró el artista ese rojo que no venden en ningúna parte o esa luz que se transparenta sutilmente por un velo y eso que nos hace sentir que la madonna en el lienzo de un momento a otro se va a mover, y hace que nos quedemos ahí parados por 20 minutos exhortos ante una pintura, que no es más que un pedazo de tela con óleo pero a la que difícilmente podríamos ponerle un precio.
Y vendrán otros más, artístas nuevos con ideas nuevas y seguiremos evolucionando a nuevas técnicas y nuevos estilos y le llamaremos arte neo-contemporáneo o algo así y seguramente después alguien le dará otro nombre de acuerdo al lugar o al tiempo de donde surgió o se originó, no lo sé.
Lo cierto es que para mi, el arte triunfó.
*Publicado en el No. 1 de la Revista Científica 2enT en Enero de 2017
Para comentar debe estar registrado.